Tiempo atrás, me preguntaron desde cuándo colecciono almanaques.
Si tuviera que poner una fecha, diría que desde... siempre. Mi padre todos los años traía de su trabajo un almanaque para
cada integrante de la familia. Y a fin de año, él, mi madre y mis hermanos me los daban a mí. A ese ritual, se le sumaban
los que mis padres conseguían de los negocios que visitaban, los que les daban a mis hermanos y los que yo pedía dondequiera
que los veía. Y así, en más de 20 años, llegué a juntar apenas 400
Si los clasificara por años, empezaría en 1898, con un hermoso y
original almanaque italiano en forma de pequeño abanico, que para colmo de mi felicidad publicita uno de los productos
que más amo: ¡¡¡CHOCOLATE!!! Año tras año, la cantidad sube, pero, a fines de los '90, disminuyó drásticamente.
Y eso es algo que realmente me entristece. Cada vez son menos los locales que hacen almanaques. Algunos por la crisis, otros
porque han reemplazado a esta tradicional forma de publicidad por otra más moderna, como los imanes para heladeras. Hoy es
imposible conseguir que una pizzería imprima calendarios.
Y la globalización ha agregado su cuota: Es más fácil conseguir
almanaques en un comercio artesanal y tradicional (un zapatero, un taller mecánico, una veterinaria) que en uno cuyos productos
también se venden en el hipermercado, como los almacenes, las carnicerías y las verdulerías. Y no es sólo cuestión de cantidad,
sino de recuerdos. Cada almanaque, en especial aquellos que poseo hace más de 15 años, me remonta a una época, a una persona,
a una anécdota, a tiendas que ya no existen. A costumbres, como la de "arruinarlos" marcando las fechas de los cumpleaños
de familiares y amigos o pegarlos en las carpetas de la escuela, para ilustrar algún trabajo.
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